jueves, 26 de septiembre de 2013

Ostras, cuchillo de buzo



             Una bonita estampa, no cabe duda. Y cualquiera se hubiera dado cuenta de que eras consciente de ello por el modo de ajustarte el chal y de sonreír, con tus grandes ojos abiertos y cansados ante aquel extraño espectáculo, al que se añadía otra extrañeza, la que provocaba tu propia presencia. ¿Mientras contemplabas el sol naciente, qué pasaba por tu cabeza? ¿Le preguntaste quizá al sol en qué hemisferio te encontraría un mes después? Dijiste tan sólo, ingenuamente: «No comprendo cómo alguien puede vivir aquí toda la vida».

            Sin embargo, la cosa resulta más fácil de lo que parece. En primer lugar, basta con no poseer cien mil liras de renta, y, por contra, realizar todo tipo de trabajos entre los grandes escollos, enmarcados por el color azul, que te hacían batir palmas de admiración. Basta con eso, tan poco, para que los pobres diablos que nos esperaban dormitando en la barca encuentren entre las casuchas destartaladas y pintorescas, que vistas de lejos parecían también estar mareadas, todo lo que tú te empeñabas en buscar en París, Niza o Nápoles. 

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            ¿No te has entretenido nunca, después de un aguacero de otoño, en desbaratar un ejército de hormigas escribiendo descuidadamente en la arena del paseo el nombre de tu última pareja de baile? Algunos de esos pobres insectos se habrán quedado pegados a la contera de tu paraguas, retorciéndose en espasmos; pero todos los demás, tras cinco minutos de pánico y agitación, habrán vuelto a agruparse desesperadamente en su montaña de tierra. Tú no regresarías, ni yo tampoco; pero para poder comprender semejante terquedad, heroica en ciertos aspectos, es necesario volvernos pequeños también nosotros, limitar todo el horizonte a dos pedruscos y mirar en el microscopio las pequeñas causas por las que laten los corazones también pequeños. ¿Quieres echar un vistazo, tú que miras la vida por el otro lado de los prismáticos? El espectáculo te parecerá extraño, y quizá por eso te divierta. 

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            [...] esa religión de la familia que se refleja en el trabajo, en la casa, en las piedras que la rodean, me parecen —al menos en este momento— cosas muy serias y respetables. Para mí que las inquietudes de todos los que tienen el pensamiento vagabundo se adormecerían dulcemente en la serena paz de esos sufrimientos bondadosos, simples, que se suceden sin cambios y en calma de generación en generación.
 

 

*Foto de pescadores tomada por Giovanni Verga.
**Giovanni Verga, La vida en el campo [del cuento Fantasía]. Periférica, 2008 (trad. Hugo Bachelli).

 


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