martes, 23 de diciembre de 2014

Como panes portugueses



              Los tres grandes poetas pesimistas del siglo pasado —Leopardi, Vigny y Aneto— se me hacen insoportables. La base sexual de su pesimismo me dejó una sensación de náusea en la inteligencia. Estas cosas forman parte de la vida íntima y por eso no deben trasladarse a la publicidad del verso expuesto; forman parte de la vida particular y no deberían traerse a la generalidad de la literatura, ya que ni la privación de las relaciones sexuales, ni la insatisfacción de las que se tienen, representan algo típico o abundante en la experiencia de la humanidad.
            Aun así, si estos poetas hubieran cantado directamente sus males inferiores, si hubieran desnudado sus almas —pero al desnudo de desnudez y no de maillot con rellenos—, la propia violencia de la causa del dolor podría arrancarles gritos dignos y así, al no ocultarse, acabarían con el ridículo social que, con justicia o sin ella, pesa sobre este tipo de pobrezas de la emoción común. Si un hombre es cobarde puede no hablar de ello —que es lo mejor—, o bien decir «soy cobarde», con la palabra propia y brutal. En un caso tiene la ventaja de la dignidad, en el otro la de la sinceridad; en ambos casos se librará de lo cómico. Pero el cobarde que cree que necesita demostrar que no lo es, o decir que la cobardía es universal, o confesar su debilidad de un modo confuso y figurado, que nada revela, pero nada vela, es ridículo en general e irritante para la inteligencia.
            ¿Qué clase de seriedad se puede adoptar ante este argumento, que está en el fondo de la obra de Leopardi: «soy tímido con las mujeres, por tanto Dios no existe»? ¿Acaso he de aceptar sin desprecio involuntario la actitud de Vigny: «No soy amado como quiero, por eso la mujer es un ente bajo, mezquino, vil, que contrasta con la bondad y la nobleza del hombre»?

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            Supongamos que un romántico se enamora de una muchacha de condición social más elevada, y que esta diferencia de clase sea un impedimento para el matrimonio, o incluso para el amor de ella, pues las convenciones sociales llegan a lo más hondo del alma humana, cosa que los reformadores a menudo ignoran. El romántico dirá: «No puedo tener a la muchacha que amo porque las convenciones sociales se oponen a ello; estas últimas, por tanto, son malas». Mientras que el realista, el clasicista, habría dicho: «El destino me ha sido adverso al hacer que me enamorara de una muchacha fuera de mi alcance», o bien: «he sido imprudente al cultivar un amor imposible».

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LEOPARDI

            Lo peor de este tipo de tragedia es el hecho de que es cómica. No es cómica en el sentido en que son cómicos los poemas de amor de Swinburne.
            «Soy tímido con las mujeres, por tanto Dios no existe» es una metafísica muy poco convincente.

*Fernando Pessoa, La educación del estoico. Acantilado, 2005.