Todo lo matutino
ruboriza,
sacas a pasear
los veinte dedos.
A las diez y
treinta y cinco de un viernes
de noviembre el
sol es tibio y no bastan
los recados.
Falla la tentativa.
La descripción
parcial del viento fresco
pone de relieve
el piscolabis a deshora,
la
unilateralidad malsana de los cuentos.
No estamos en el
afanoso y afeitado día laboral,
el olor a pan no
excita.
Emprender es
llamar al ascensor
y pensar «el
frío es sano» o «vaya un cielo azul»
aunque lo más
que harás será tocar a un perro
sin paliativo
metafísico en los ojos.
No esperabas
lactancias a destiempo,
el pueril
acurruco.
Volver a casa es
compañía
en el peor
sentido: como un jersey que pica.
Hablarás de los
helenos. «Probablemente
Tales se arrojaría
desde un acantilado
o Anaxímenes sería
voluntariamente
desgarrado por
gaviotas.» Hablarás
del percal
constantemente intentando velar
tu apocamiento con
el mentón boscoso.
Esperas a que
lleguen las hazañas
aunque
no hay ventaja o
perspectiva,
no has pasado de
cachorro.
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