El conductor del noticiario
anunciaba: «El Premio Nobel de Literatura fue concedido el día de hoy al
escritor de origen búlgaro Elias Canetti». Después de pegarse con la mano
derecha en la frente y de repetir dos veces el nombre de «Elias, Elias», enmudeció.
Quizá miraba por dentro las bancas de su salón de clase en Ruse o Rustschuk
[...]. Mi tío Milcho (forma cariñosa de llamar en Bulgaria a los Emilios) me
contó que, después de segundo o tercero de primaria, nunca más volvió a verlo,
ni supo dónde pasó las guerras, menos aún tenía idea de que fuera un afamado
«novel.lista» (así lo pronunciaba). Lo que sí podía recordar es que, como
judíos sefardíes, solían decirse secretos en la escuela usando una lengua que
nadie más que ellos comprendía.
(El
origen del apellido Canetti es Cañete, por eso, mucho tiempo después, cuando ya
era un escritor célebre lo hicieron «hijo predilecto» de Cañete, ciudad
española de Cuenca donde se levantan unas hermosas murallas de origen andalusí
que seguramente el escritor relacionó con las de su ciudad natal a orillas del
Danubio en Bulgaria, allí donde su madre y mi abuela conversaron una mañana en
ladino a las puertas del colegio).
Canetti
—y esto lo descubrió al leer las notas de prensa los días siguientes al anuncio
del Nobel—, estudió la carrera de ciencias químicas, igual que él, aunque mi
tío, dedicado más al hedonismo que al estudio, la terminó a duras penas.
Ninguno de los dos tenía padre. Ambos mantuvieron una relación particular con
la lengua que sus antepasados se llevaron de España. Eran demasiadas
coincidencias, demasiados puntos de unión.
No
sé si semanas o meses después de esa noche, lo encontré envuelto en la misma
bata que le caía sobre los pantalones grises de casimir leyendo La lengua absuelta de Canetti, obra de
ese lejano primer amigo escolar que regresaba a su vida ahora, casi un anciano.
En la solapa del libro se apreciaba el retrato de ese hombre con melena
totalmente blanca peinada hacia atrás, bigotes anchos y la mirada suelta,
envolvente, bonachona; imagino que esa misma mirada le lanzó un mediodía en
Rustschuk, al verlo comer pan ácimo con jalea de frutas. Por eso se acercó
durante el recreo con los ojos muy abiertos, como quien descubre algo
inesperado: «Milcho, I tu komes esto? I
tu sos djidyó?». No se lo dijo en búlgaro, sino en ese español con giros
arcaicos, la lengua que desde esa edad hablaban con perfecto acento, heredado
de sus respectivas familias. De esa forma podían darse a entender ante el
asombro de sus compañeros, que jamás tuvieron acceso a sus conversaciones
secretas. A pesar de que la familia Canetti era tan rica y con acentos
aristocráticos, Elias nunca tuvo un aire de niño superior y hasta compartía con
Milcho sus galletitas untadas de caviar: «Aide,
kome un biscuit, kome dos, Milcho, ke te plaze tanto lo ke me madan en esta
aldiquera».
*Myriam Moscona, Tela de sevoya. Acantilado, 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario