En el año nuevo el tsellingas da una granada a cada pastor
para que la rompa y esparza por el redil. Durante la vigilia de la Epifanía se
come de modo ritual maíz seco, y las ancianas rocían a los animales con ramas
de roble y olivo bañadas en agua bendita. Por la misma época las muchachas
limpian el humo y herrumbre de los iconos y luego los cuelgan de las ramas de los
árboles. La tarea debe hacerse al lado de una fuente y con una madeja de lana
roja.
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Cuentos
de hadas aparte, se decía que algunos de los mayores comprendían el lenguaje de
las bestias, y se citó el caso de un anciano pastor que supo exactamente cuándo
iba a morir porque casualmente escuchó una conversación entre un perro y un
gato en el exterior de su choza.
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—No
lo sé—dijo afablemente—y, no me importa. Odio a los antiguos griegos. En la
escuela tuvimos que estudiarlos. Andra mi
ennepe, Mousa, polytropon os malla polla y todo eso. No. No es que los odie, eso sería ir demasiado lejos [...]
Y todos esos antiguos griegos, nuestros celebrados antepasados, son un engorro,
y le diré por qué. Nos acechan. Nunca podremos ser tan importantes como fueron
ellos. Nadie puede. Nos hacen sentir culpables [...] Y los extranjeros
inteligentes que lo saben todo sobre los antiguos vienen aquí esperando encontrarse
rodeados de Apolos y caballeros con yelmos y hojas de laurel. Y ¿qué ven? A mí:
un hombre bajo y gordo con bigote [...] Si no fuéramos tan tontos y no estuviéramos
siempre peleando [...] entonces podríamos empezar a preocuparnos por el caballo
de Troya y valorar nuestra relación con Pericles, o investigar si los sarakatsáni
descienden de los antiguos griegos.
*Patrick Leigh Fervor, Roumeli (Viajes por el norte de Grecia).
Acantilado, 2011 (Trad. Dolores Payás)
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