lunes, 6 de agosto de 2012

Se te ponen los ojos como candiles.


            Cuando llegó el barbero, negó rotundamente poder hacer algo con mi peluca: o bien lo superaba o su oficio no llegaba a tanto. No me quedó otro remedio que aceptar una que ya estaba fabricada y que él mismo me recomendaba.
            —Aunque me temo, amigo —dije—, que este bucle no aguantará.
            —Puede usted sumergirlo en el mar —respondió— que, aun así, aguantará.
            «De qué elevada calidad es todo en esta ciudad —pensé—. La máxima aspiración de un fabricante de pelucas inglés no se habría expresado con otra metáfora que no fuera “sumérjala en una cubeta de agua”. ¡Qué diferencia! ¡Es como equiparar el tiempo con la eternidad!»
            Confieso que odio los conceptos fríos, así como las penosas ideas que los engendran; y me siento, por lo general, tan impresionado ante las grandes obras de la naturaleza que, por mi parte y si puedo evitarlo, jamás hago ninguna comparación con un elemento menor a una montaña, cuando menos. Lo único que puede decirse en contra de lo sublime del idioma francés es lo que sigue: que la grandeza reside más en la palabra que en el objeto. Sin duda alguna, el océano evoca la idea de inmensidad, pero como París se encuentra lejos de la costa, no era muy probable que yo viajara con la posta un centenar de kilómetros para probar lo dicho. Por ello, las palabras del barbero parisino no significaban nada.

*Sterne, Laurence. Viaje Sentimental (1768). Debolsillo, 2012.
           

No hay comentarios:

Publicar un comentario