Cuando llegó el barbero, negó rotundamente poder hacer algo
con mi peluca: o bien lo superaba o su oficio no llegaba a tanto. No me quedó
otro remedio que aceptar una que ya estaba fabricada y que él mismo me
recomendaba.
—Aunque me
temo, amigo —dije—, que este bucle no aguantará.
—Puede
usted sumergirlo en el mar —respondió— que, aun así, aguantará.
«De qué
elevada calidad es todo en esta ciudad —pensé—. La máxima aspiración de un
fabricante de pelucas inglés no se habría expresado con otra metáfora que no
fuera “sumérjala en una cubeta de agua”. ¡Qué diferencia! ¡Es como equiparar el
tiempo con la eternidad!»
Confieso
que odio los conceptos fríos, así como las penosas ideas que los engendran; y
me siento, por lo general, tan impresionado ante las grandes obras de la
naturaleza que, por mi parte y si puedo evitarlo, jamás hago ninguna comparación
con un elemento menor a una montaña, cuando menos. Lo único que puede decirse
en contra de lo sublime del idioma francés es lo que sigue: que la grandeza
reside más en la palabra que en el objeto. Sin duda alguna, el océano evoca la
idea de inmensidad, pero como París se encuentra lejos de la costa, no era muy
probable que yo viajara con la posta un centenar de kilómetros para probar lo
dicho. Por ello, las palabras del barbero parisino no significaban nada.
*Sterne, Laurence. Viaje Sentimental (1768). Debolsillo, 2012.